Retrato
secuen_cial
I
Me dijo que verse mucho al espejo era síntoma de soledad. No le puse atención porque al mismo tiempo estaba sirviendo café, sólo después me di cuenta de lo que quizás trató de decir. Me contó que existe un tipo de meditación en el que uno se queda viendo un objeto durante cierto tiempo, y que se podía hacer con cualquier cosa, con una pipa, con un cactus, hasta con una foto, todo menos con un espejo. Desde que se había mudado, cada vez pintaba menos, a veces uno que otro dibujo, una que otra canción. Antes era lo único que hacía, dejaba de salir conmigo por pintar o raspar láminas de grabado, claro que no se lo reproché por mantener la tregua. La tienda le quitaba todo su tiempo, repitió varias veces. Y cuando llegaba a su casa, a su soledad, tenía ganas de leer algo más que revistas, tenía ganas de cocinar algo más que pastas con atún. Pero no, se quedaba viéndose en el espejo durante horas. Observaba cada detalle de su piel, cada uno, todos y cada uno de sus poros, de sus cicatrices, de sus vellos, sus ojeras pronunciadas, sus arrugas prematuras, se escaneaba hasta perderse en él mismo, hasta desfigurarse.
Cuando no estaba molido por el cansancio prendía el televisor y lo dejaba ocupando el espacio. Mientras tanto, las ondas electromagnéticas conseguían hipnotizarlo hasta la somnolencia. A veces agarraba una buena retransmisión de un clásico. Lo cierto es que había perdido totalmente el hábito, el hambre de ir a cine y de sentarse realmente a ver una película, “me hace daño”, decía con una mirada trágica. La tienda le quitaba todo su tiempo, repetía. Sólo los fines de semana, esos viernes siempre sin planes, se daba un lujito y sacaba medio vino blanco de la nevera, y se sentaba a organizar un poco los discos, a sacudirlos. Los revisaba todos, despacio, por lo menos una vez. “Los discos dobles”, comentó sin razón aparente, “resaltan más y son más largos”. Creo que eso lo reconfortaba.
Contó que desde que habíamos salido, hacía tres años, había dejado, poco a poco, de ver a sus amigos. “Es normal, uno se pasa la vida enterrando amigos. La gente se va, o se embala con sus cosas” dije alivianada. Respondió que sí, que claro, pero no era lo que quería decir. Yo quería animarlo aunque no me atrevía a hacer mucho con tal de no ilusionarlo. Lo regañé dulcemente por abandonar el hábito de la lectura. “Ya no puedo leer, Silvana”. Y yo que cómo no, que si no se acordaba de que los momentos más felices que habíamos tenido habían sido leyendo, leyendo las crónicas de Dylan o el libro de Patti Smith en el que él era Robert Mapplethorpe y yo su novia, Patti. Recordárselo fue un error garrafal. Lo descompuso totalmente, palideció.
Como por cambiar de tema, le pedí que me mostrara sus últimos dibujos. Miró de reojo hacia unos lienzos recostados en la pared, de espaldas. Permaneció inmóvil un instante y dijo que iba al baño. Quedé sola en esa sala oscura y llena de lámparas de luz amarilla. Se demoraba, entonces me tomé el descaro de ver los cuadros yo misma. Lo hice sin voltearlos para no moverlos, y me di cuenta de que todos eran autorretratos; él de perfil mirando hacia abajo, él en una nube de humo oscura, él con rajas o grietas en la cara, él de frente cubriéndose con las manos. El ruido de la puerta me devolvió al sofá y mientras me arreglaba el vestido le pregunté “¿Qué hacías? Estuviste como diez minutos...”. Se rió forzadamente y repitió que estaba en el baño. Yo sé cuando dice mentiras. Él sabe cuando oculto algo; por eso se volteó hacia los cuadros. Y luego, muy pasito, me confesó todo: “¿supiste lo de diciembre?”, le expliqué que sólo supe que había estado hospitalizado por algo así como una crisis nerviosa. Lo busqué mucho, pero nunca contestó.
Antes de eso, él había empezado a ir a distintos médicos. Primero al neurólogo, y no tenía nada. Después aceptó la recomendación de ir a un homeópata quien, luego, lo remitió a un psicólogo. El psicólogo le dijo que tenía que comer mejor, y que esa era la principal causa de su desolación, “como si el hambre se pudiera saciar con comer”, balbuceó entre dientes mientras me contaba. “No encontraron un nombre para mi patología y por eso quedó condenada a su inexistencia, me tildaron de hipocondriaco. ¿Qué peor locura que la que ni siquiera es reconocida?”. Traté de darle sentido a sus delirios; hacía pequeños comentarios que no parecían tener nada que ver con su relato, cosas como “El psicólogo me pidió que dejara de ir tan seguido...el tiempo... el tiempo es arena en mis manos”. En realidad no sé si me las decía a mí.
Me cansé de su historia triste. No porque la subestimara sino porque sentía que con cada frase él se iba hundiendo más. “¿Qué es lo que te pasa, Miguel? Ve al punto”. Seguro notó mi afán y por eso todo su cuerpo se exasperó, comenzó a bruxar como un drogadicto. Le iba a pedir que se tranquilizara pero... no pude. Él sonrió: “Ja, ¿te comió la lengua el ratón?”. Me toqué la cara y mis labios no estaban, habían desaparecido, mi ritmo cardiaco se disparó (“inverosímil todo” alcancé a pensar), hiperventilaba. Cuando lo miré a los ojos, pasó de una sonrisa cruel a copiar mi angustia con su gesto y luego “¡bah!”, pude exhalar. ¿Qué carajos acababa de pasar? Busqué mi cartera y mi abrigo con la mirada y me paré. Gritó un “¡No te vayas!” que me empujó de vuelta a mi puesto, me dobló las piernas y no pude hacer nada. Bajó los ojos, justo como aparecía en uno de sus cuadros. Luego, con calma, suspiró, “¿No querías que te contara la historia? Te voy a explicar por qué dejé de ver películas y de leer”. Abrió, entonces, un cuadernito gris.
II
Septiembre 14
Me subí al bus, me puse a hojear mi nueva adquisición, una edición verde selva de Los pasos perdidos, y luego... tengo un bache largo. Yo creo que trataron de echarme burundanga y algo no hicieron bien, porque llegué a la puerta de mi casa sin darme cuenta cómo. Eso sí, tenía los tenis llenos de barro. No, de mierda no, de barro. Lo raro es que hoy no llovió.
Septiembre 27
...no es que sea moralista pero, me dieron nauseas algunas escenas de la película. Ya eran demasiado. ¿Malcolm McDowell sólo hace papeles perturbadores? Lo peor de todo es que cuando salí del cine venían por la mitad del separador de la calle, a plena luz del día, tres mujeronas desnudas. Uno sueña con eso y se imagina que puede ser encantador, mujeres con las tetas al aire, pero la verdad es que fue desagradable.
Octubre 3
Mi mamá está mal de la cabeza. Hoy me levantó temprano diciendo que si acaso no iba a volver a clases, que qué chiquero este cuarto, que todo huele a trementina, que abra las cortinas. Me siento como con resaca, aunque no tomé anoche. Tengo los ojos hinchados, voy por agua.
Octubre 5
Era cierto. Falté una semana a la universidad y no me di cuenta, no me di cuenta, ¿no me di cuenta?, no me di cuenta, no me di cuenta. ¿Qué será esa porquería que me vendió Jorge? No huele raro ni nada. Mi mamá me dijo que había llorado y llorado y que no me podía ni hablar ni tocar la puerta porque empezaba a gritar sobre una muerte miserable, “ay, coronel, hombre miserable”. Lo dijo tan en serio que voy a ver qué he escrito estos días. Tengo miedo, será que estoy perdiendo la memoria porque no tengo ni idea de qué hice ni ayer, ni antes de ayer, ni el día antes. Recuerdo más lo que soñé, así sólo sean impresiones. Tengo la imagen de un árbol grande en el jardín trasero de una casa, eso lo soñé en estos días, creo.
Octubre 1
Duele, arde como el petróleo hirviente. Es un dolor físico, náusea física. Nada que pueda poner acá va a servir para sanar, es inútil. Es inútil enfrentarlo, es inútil intentar olvidar ese cuerpo deformado debajo del castaño y su penetrante olor a meos, no podría sacarme la visión de las gallinas picoteando al coronel ni aunque me arrancara los ojos. Mi coronel, íntimo cómplice mío, el primer Aureliano de la estirpe, te acabaste tan pronto.
Noviembre 15
¿Uno pasa más tiempo de su vida cagando que leyendo? Voy a empezar a leer mientras estoy en el baño. De hecho, me voy a mudar a mi baño de una vez por todas, paso más tiempo ahí que en mi cuarto. Es que es perfecto para pintar, la luz entra por una pequeña ventana y pega directamente en el espejo. Así puedo retratarme como una sombra oscura, a contraluz, como una silueta aforme. A veces, creo que más o menos a las tres pm, el sol entra en un ángulo perfecto que crea un efecto de refracción y me multiplica. He intentado pintar eso, pero el efecto es demasiado corto.
Noviembre 18
¡Esa mujer! Si pudiera, le cosería la boca para que nunca volviera a vomitar sus palabras podridas. No hace más que quejarse, por el olor a cigarrillo, porque nunca sonrío, porque no le abro la puerta, porque cierro con seguro. Por todo. ¡Cree que porque soy su hijo la tengo que querer! Fui a mostrarle mis cuadros, me esforcé para hablarle porque siempre se queja de que no pasamos tiempo juntos. ¡Y con qué me responde! Me dice, con su tonito chillón de señora, ¡que por qué mejor no salgo y pinto a otras personas!
Noviembre 23
No puedo discernir entre lo que sueño y lo que recuerdo. Esta mañana le llevé a Angelita el libro que me había pedido, Crimen y castigo. Me abrió los ojos y con desprecio me reprochó no haberme pedido ningún libro jamás. No importa. Aproveché para leer algunas páginas en el bus. Yo jamás me mareo pero me dio un malestar extraño, empecé a sudar, y creo que debía apestar porque todas las miradas de la gente estaban sobre mí, penetrantes, como si ocultara algo.
III
Como no supe de qué manera reaccionar, me hice la loca. “Bueno, Miguel, pero ahora sí cuéntame qué te pasó”. Noté que se enfurecía de nuevo así que, por miedo sobre todo, le aclaré rápido “es que me angustia toda la situación, estoy preocupada por ti. No sé qué significa todo esto, lo que me lees”. Lo cierto es que sí lo sabía o, al menos, podía hacerme una idea de lo agudo que era el problema. Consideré y descarté inmediatamente la posibilidad de que me estuviera diciendo mentiras; no sólo era absurdo pensar que hubiera preparado todo lo de su diario, además había pasado eso... Eso que ya quiero olvidar ¿pasó? ¿Será que yo también estoy soñando? No hubiera fumado de la suya, siempre le ha gustado fuerte. Me toqué, mi boca seguía ahí. “¿Ya viste que es grave, te das cuenta? Primero sólo fueron episodios de amnesia, nada más grave que si fuera un borracho. Ahí fui al neurólogo, y en el TAC no apareció absolutamente nada. El tipo no me creía que no tomaba y cuando le confesé que fumaba fue como “Ay, Dios. ¡Con razón!”. Un médico, imagínate. Prefirió dejarse llevar por su moralcita en vez de ayudarme. Bueno, ya te aburrí.”
Entonces me paré, “¡carajo, Miguel, me explicas ya mismo toda esta mierda!”. Él se asustó tanto de mi reacción que se tapó la cara con las manos, justo como en su retrato. Le fui a poner la mano en el hombro, llena de culpa por haberlo turbado, pero no pude controlarme y lo que hice, para mi entera sorpresa, fue besarlo. Intenté gritar y alejarme. No pude. Sólo pude llorar, o ni siquiera, sólo salieron las lágrimas de mis ojos. “Dolores”, dijo. “Dolores, por qué, oh dulce ninfa, por qué me hieres”. ¿Qué dolores? ¿Qué es esta mierda? ¡Me lo estaba diciendo a mí! “Do-lo-res”. ¿Quién? Dolores, Dolores, Dolores... Eché cabeza... “¿Estás... recitando Lolita?”, le pregunté horrorizada por su delirio. Otra vez me abrió los ojos asustado, “¿que si recit...?”. Se le trabó la lengua, algo parecido a lo que me había pasado a mí. Corto circuito, impotencia física, doble personalidad, triple personalidad, infinitas personalidades. El ambiente se puso particularmente denso, como lleno de humo, aunque ya ninguno de los dos estaba fumando. Trataba de respirar con regularidad pero el ruido de mi corazón se sobreponía. Tenía clavada la mirada en mí. Su pupila reaccionaba hasta al más leve de mis movimientos, leía cada uno de mis gestos. “Entonces cuéntame... ¿qué te dijo el psicólogo?”, me preguntó. No, no podría ser. Está delirando…Y si tal vez… No, no, es imposible que yo... ¿Pero cómo llegué acá, para comenzar?
IV
Normalmente, si hubiera sido una pesadilla, todo habría acabado en ese punto. Como no pasaba nada, fingí tener que ir al baño. Temía un tanto que se sintiera ignorado otra vez y se pusiera a la defensiva. Pero lo tomó con calma y me sonrió, aunque fuera una sonrisa chiquita y llena de dolor. Como en realidad no tenía ganas, hice toda la parafernalia, esperé un rato, bajé la llave. Luego me lavé las manos y cuando levanté la mirada, justo de frente, lo vi a él y sólo a él en el espejo. Cerró la llave y se secó las manos. Entonces sacó del clóset de al lado un caballete pequeño y lo puso junto al lavamanos, sobre el mesón de mármol. Sacó también su paleta y sus cajas de óleos. Empuñó su pincel. Exprimió tres tubos casi por completo: el blanco, el rojo y el negro. Y sin el menor reparo, me miró. Me miraba y se agachaba enseguida, copiaba el color de mi piel, me miraba, una mezcla de grises y rosados, se agachaba. Poco a poco fue retratándose. Poco a poco fue inscribiéndome en su cuaderno gris para releerme a su gusto.