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El

Callejón

de los

sapos

Recuerdo esa sensación vertiginosa de estar en el Callejón de los Sapos, una calle en México D.F. por la que un día pasé con mis amigos, que habían venido a visitarme desde Bogotá. No sé ni en qué instante llegamos, ninguno lo estaba buscando pero todos intuíamos que iba a pasar. Todo fue de un momento para otro y no me di cuenta cómo pero súbitamente entramos a él, al Callejón de los Sapos, hechizados por su aspecto llamativo de callecita de ensueño, toda empedrada y estrecha, húmeda y frondosa en enredaderas. Íbamos caminando, de calle en calle, cuadra por cuadra, leyendo en las esquinas superiores los nombres que hoy ya olvidé de las calles de Coyoacán —quizá “Venustiano Carranza”, quizá “Centenario”—, hasta que llegamos. Un presentimiento nos envolvió a todos y todos lo notamos. Era la única calle que no tenía letrero ni nombre (no sé si alguno lo comentó o si sólo lo pensé). Ocurrió cuando menos pude reaccionar, en un brevísimo instante, el tiempo de una imagen; en un brevísimo instante me acordé de que esa misma tarde habíamos pasado por ahí en un taxi. El taxista que nos había llevado nos contó, pasando deprisa, sobre el Callejón de los Sapos, que era adonde los chavos de la prepa iban cuando se querían asustar. Pero por la noche, mientras caminábamos, no teníamos eso en mente. Yo estaba pensando en un farol que tenía un corto circuito y resonaba por toda la calle rompiendo con el silencio sepulcral. Como decía, íbamos leyendo los nombres de las calles, íbamos distraídos. Por eso nos dejamos seducir por él desprevenidamente —el único sin nombre— y apenas nos lo topamos, nos envolvió por completo su belleza oscura. Creo que no dimos más de tres pasos y un sonido gutural —vivo pero no humano—, hizo vibrar todo mi cuerpo petrificándolo. El tiempo se dilató y se paró en un instante de paro cardiaco. No hubo intermedio. Sólo un corte seco de una toma a otra. Alcancé a dudar de si había sido la única en escucharlo pero sin mente ya estaba corriendo, al siguiente parpadeo, corriendo por mi vida. Corrimos y corrimos y nos vimos las caras de angustia y seguimos corriendo con los oídos tapados todavía con el eco de ese sonido aforme y el escalofrío todavía erizando nuestras pieles, nuestros pelos de punta. Recuerdo que escapé (tal vez como esperando despertar de una pesadilla) pero no recuerdo haber salido.

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